miércoles, mayo 12, 2010

SUSILA (o un día en Bombai)

Los hechos que se relatan a continuación ocurrieron (más o menos) el 1 de mayo de 2010 en Mumbai, India.

SUSILA

Primero era Fila, según entendí, después Zila, según entendí, luego fue Sila, resulta que ceceaba al hablar, y finalmente fue Susila, como rezaba el tatuaje de la cara interior de su brazo izquierdo, si bien cortado por los queloides de varios tajos que ella misma se hizo cuando su marido la dejó por otra. Un poco más abajo de su hombro derecho llevaba otro tatuaje, una cruz con pedestal muy básica, apenas unas líneas formando una silueta y, junto a ella, mi nombre escrito.

Susila no era ni hermosa ni fea. Su voz, como le dije, denotaba sus 20 años; pero su rostro, sus pies y su inteligencia describían a una mujer curtida por una vida complicada, corta pero intensa.

Vestida con traje punjabi típico de camisa larga, bordada, blanca y adornada de flores, pantalones a juego, de color rosa, aunque sucios los camales, y pañuelo también rosa y también a juego, Susila me abordó con su hijita Jessica, de apenas un año echado a ojo, hablando en inglés, alemán, italiano y “español un poco” en la Puerta de la India, a la cuál llegué no con pocos esfuerzos y sudores, de los literales, desde la estación Victoria Terminus, de la ciudad hoy llamada Mumbai.

Antes de Susila, me habían abordado unos cuantos vendedores de postales y ofrecidos guías turísticos, todos ellos de ojos vidriosos y/o violentos que inspiraban poca o ninguna confianza. Pero quién se atreve en este mundo a desconfiar de una joven con su hija enganchada en su cadera.

Su propósito inicial fue venderme una pulsera de flores que me colocó hábilmente en el brazo sin darme tiempo a reaccionar, y manteniendo a Jessica en brazos. Por cierto, no pagué la pulsera, pero la llevé hasta que el sudor de Mumbai acabó con las flores. Pero Susila, o Sila, como más le gusta ser llamada, se dedicaba también a hacer de guía turístico (y quizá a otros menesteres de los que nada quise saber), o quizá no, quizá sólo se dedicaba a lo primero. El caso es que, bien por la niña, bien por la combinación blanca y rosa de su atuendo, bien por su par de ojos grandes y negros, me cautivó lo suficiente como para intercambiar unas palabras confiadas. Y así supe que Sila era cristiana (de ahí lo del tatuaje), que había aprendido idiomas estudiando en la escuela, y que podía llevarme a todos los sitios que me habían recomendado ver de Mumbai. Así que, sin hablar de precio, dejé que me guiara caminando, a buen ritmo, por la calurosa ciudad. Supongo que ella también debió de confiar en mis ojos de niño, pues cuando le propuse ayudarla a cargar a la niña me la colocó en mis brazos sin dudar y siguió la marcha. Y así pasamos por el Colaba Market, el puerto pesquero y por el Dohba Gate, impresionante lavadero de ropa donde hombres lavan toallas, sábanas, mantas y todo tipo de prendas a mano a cambio de dinero.


Mujeres limpiando gambas en el puerto pesquero de Mumbai


También pasamos por un templo de Ganesh y Hanuman, donde un sacerdote me bendijo, me pintó la frente y me colocó una pulsera para darme larga vida…, por el módico precio de 200 rupias.

De vuelta al Colaba Market, Sila me llevó a una tienda que conocía donde conseguí un par de camisas tradicionales hechas a medida, dos por el precio de una, si es que el precio de una era el precio de una. Después nos enfilamos hacia Chopati Market, justo cuando se unió a la comitiva Ranni.

Ranni, de 15 años según Sila, de no más de 13 según mi ojo de buen cubero, también vestía de punjabi, con todas las piezas hechas de la misma tela floreada. Un arete dorado adornaba la aleta izquierda de su nariz. Ranni nos siguió por todo el paseo, aguantando los probablemente más de 40 grados y el intenso sol que quemó mis brazos sin queja alguna y, a ratos, cargando a Jessica. En Chopati Beach hice un alto obligado para comprar helados para toda la troupe, y para tragar un par de litros de agua fresca y no morir de deshidratación o de golpe de calor, principalmente. La visita siguió por el acuario, el templo Yen y unos jardines, tanto a pie como en taxis hábilmente buscados por Sila, siempre ocupándose ella del regateo y obteniendo muy buenos precios.


Detalle del techo del templo Yen (Mumbai)


Pero Jessica tenía que marcar el ritmo, todos los bebés tienen sus necesidades y no se preocupan de dónde ni cuándo, simplemente las satisfacen. Así que, taxi de vuelta, y de nuevo en la Puerta de India. Allí Sila cambió la ropa de su hija, ropa que tendía en una jardinera durante todo el día y, según me dijo, nadie se la quitaba. Luego dejamos a Sila con la madre de Ranni y llevé a las muchachas a comer a un restaurante árabe. Sila pidió la comida para mí, pero tuve que obligarle a comer más y darle parte de lo mío, pues para ella se había pedido muy poca cantidad, a mi entender, por no abusar de mí. Daba gusto ver comer a Ranni. Tímidamente rechazaba el Chapati (tortas de pan) que le ofrecía, pero sólo una vez, pues al segundo ofrecimiento lo agarraba y lo mojaba con pasión en la salsa del tica-masala. Tras la comida, fuimos de paseo y compras por el Colaba Market. En un momento perdimos a Ranni, pero Sila no parecía preocupada, ya aparecería.

Caía la tarde, así que hablamos de dinero. Después de hacer de guía y protectora de mi integridad durante todo el día me sentía obligado. Pero ella no me pidió un sueldo, no me dio precio, me dijo que si le podía pagar la comida que iba a comprar. Yo me sentía en deuda, claro, pues gracias a ella conozco Mumbai; pero no tenía ni idea de cuánto debía darle, así que pregunté. Ella me dijo que lo que yo quisiera darle, y bromeé: “Te doy 20 rupias”, dije, al cambio unos 33 céntimos de euro. Su respuesta, tras dejar aclarado que era una broma y haberle entregado 1000 rupias, me encogió el corazón (si bien entendí su inglés): “Bien, yo de he mostrado mi corazón, ahora tú me muestras el tuyo”. Aun así me pidió más dinero porque decía que no le llegaba, que no tenía suficiente. Yo le propuse acompañarla a comprar la comida con lo que le había dado, y pagar yo lo que faltara. Tonto de mí, no era consciente de nada, con mi estúpida mente occidental que tan viajadita se cree. La compra de la comida y la relación de gastos la dejaré para el final.

Después de la compra, y haciendo tiempo antes de ir a recoger las camisas al sastre, le pedí que me llevara a un centro de internet. Sin darme cuenta estuve como más de 40 minutos trbajando. A la salida supuse que Sila se habría ido; pero no, allí estaban, Sila y Ranni esperando en la puerta. La compra de la comida estaba hecha, entonces ¿por qué me esperaba? Sea por lo que fuere, me alegré mucho, y le dije a Sila que quería comprar algo más. Quería un par de sandalias para una amiga. Mi amiga tenía el pie de su mismo tamaño, y le dije que confiaba en ella, que escogiera las que más le gustasen, que seguro le iban a gustar a mi amiga. Ella se encargó de escoger las sandalias y, entre los dos, en perfecta coordinación, del regateo. Ella recogió las sandalias del vendedor y me las pasó. Entonces le dije que eran para una amiga, para ella, y se las devolví a sus manos (sus sandalias estaban en un estado lamentable). Apenas balbuceó un “thank you”, pero en sus ojos se veía la sorpresa y la emoción, y en los míos imagino que se vería tremenda alegría.

Tras recoger las camisas, le pedí que me buscara un taxi para ir al aeropuerto. Sila negoció un buen precio con un taxista musulmán de larga barba y yamulke blanco de ganchillo sobre su cabeza rasurada. Era su último favor. Yo me despedí de Ranni y luego de ella. Decir tiene que las mujeres indias son muy reacias al contacto físico con extraños, por eso parece que se incomodó al recibir un abrazo y dos besos. Decía algo sobre que la gente podía pensar mal. Me hizo gracia que dijera eso en ese momento, pues durante todo el día habíamos estado paseando por todo Mumbai un “gringo” rubiales de metro ochenta y más de noventa kilos con una muchacha, una niña y una bebé, y alguna mirada inquisitiva recibí, a buen seguro. Cuando el taxi arrancó miré atrás y vi que Ranni me decía adiós agitando su mano.

No creo que vuelva a ver a Sila, le dejé mi dirección de correo, pero dudo que tenga ocasión de ponerse delante de un ordenador alguna vez; a pesar de que dijo que sabía manejarlos y que había estudiado. Sólo espero que siempre le vaya bien, y a Ranni, claro; aunque tras conocer Mumbai uno no puede ser optimista.


Pasemos ahora a relatar el proceso de compra de comestibles. Lo que Sila pretendía que le pagase ascendía a 7000 rupias (120 euros aproximadamente). Lo que al final le pagué ascendió a unas 5000 rupias, a saber: Dos botes de leche en polvo de 10-15 kilos, un saco de arroz de 15 kilos y un galón de aceite de unos 10 litros. En total, entre compras de comida, helados, taxis, aguas y las sandalias, Sila probablemente obtuvo de mí esos 120 euros. Y aun despidiéndonos me pidió más dinero para un taxi, pues iba a llevar muchas cargas. Le di 500 rupias más. No lo he dicho antes, Sila vivía en la otra punta de Mumbai, en una casa de plástico con su madre, su hija y dos hermanos menores, chico y chica. Y sé esto no porque me soltara la retahíla al conocernos para infundir pena o lástima, sino porque un día entero da para muchos ratos de conversación, y uno es bastante indiscreto, la verdad. Sila tenía que coger el tren de ida y vuelta todos los días, un viaje de dos horas por trayecto, para trabajar de guía en la Puerta de la India todo el día y llevar algo de dinero a casa. Se puede pensar que me coló un gol por toda la escuadra, que me sacó mucho dinero, que se aprovechó, que fui tonto y caí. Pero quién se aprovechó de quién es discutible, porque en nuestro mundo algodonado hay quien se gasta más de 120 euros en copas en un fin de semana y, según dijo Sila, el arroz, la leche en polvo y el aceite le resolvían la comida de su hija y sus hermanos por SEIS MESES!!!… y yo pude ver y disfrutar Bombay en compañía, y no en soledad, como acostumbran a transcurrir mis viajes.


Foto: de derecha a izquierda: Ranni, Sila, Jessica, Gandhi (en estatua)